Ferseo

Cuando era chica no había historia más fascinante que la de Teseo, aquel joven que se había enfrentado al Minotauro sin más armas que un escudo, una espada y mucha inteligencia. Ni siquiera había vestido una armadura. Como todos los héroes griegos, Teseo tenía la autoestima por las nubes, y había luchado contra el toro medio desnudo.
Excepto la parte de la desnudez, mis amigos y yo solíamos imitar a Teseo en todo. Ya no recuerdo el número de tardes en que mi vereda se transformó en el laberinto de Minos, trazado con tiza sobre baldosas tan agrietadas como las piedras de Knossos. El papel del monstruo siempre le tocaba a Tito, que era nuestro compañero más alto y fornido. Nos divertíamos creando espadas de madera, escudos con tapas de cacerolas, y vistiendo las cacerolas en la cabeza. Adorábamos adentrarnos, sigilosos, en un laberinto imaginario construido en una isla que no sabíamos bien ni donde quedaba, listos para atrapar al mismísimo Tito-tauro.
Pero no eran las espadas, ni las cacerolas, ni las polleras que les robábamos a nuestras madres (hasta los varones), lo que nos hacía sentir semidioses, sino el hecho de agregar el sufijo “seo” a nuestros nombres. Ferseo, el mío, era el más parecido al del héroe, y por eso siempre me arrogaba el dudoso derecho a entrar al laberinto en primer lugar. A mis espaldas se apiñaban Marseo, Daniseo, Giseseo, y Pijamaseo. Pijama era el chico de la tintorería. Tenía un nombre impronunciable, algo que sonaba (o me suena hoy, a tanto tiempo de distancia) a Ngoyama o algo así. Su hermanito era, nada mas ni nada menos, que Akiraseo, el héroe más joven de toda la Grecia Clásica.
Con el tiempo (eran épocas de libros y de carnets de bibliotecas, no de encontrarse con Ares en la consola de juegos o en los manga), descubrimos que había muchísimos héroes cuyos nombres no terminaban en seo: Jasón, Heracles, Ulises (al que llamábamos siempre Odiseo para arrimarlo a la causa), entre muchos más. Pero nunca nos importó. A esa altura ya nos habíamos cambiado los nombres y teníamos las costas del Egeo dibujadas en los patios de todas las casas.
Antes de partir a bordo del Argos, nos amontonábamos en Delfos para rezarle a Apolo y robarle una flecha sagrada con la que salvar el día. Después, en incursiones mas osadas que las leyendas, navegábamos de isla en isla, buscando monstruos. Hasta Tito-tauro se hizo bueno y estaba de nuestra parte. Tito se moría de calor con la estola de piel de su mamá en la cabeza, pero igual corría junto a nosotros, bufando como si fuera un toro de verdad.
Encarnamos a Zeus Olímpico en el hermano mayor de Pijama. Lo habían elevado a la categoría divina sus estudios de matemática: Zeus conocía el alfabeto griego, que para nosotros era la lengua de los dioses. Jamás pudimos aprender de memoria más de cuatro o cinco letras, pero eso no nos impidió reconstruir todo el mundo antiguo, ni conquistarlo de la mano de Tito que, harto de correr semidesnudo y con una piel en la cabeza, se había convertido en Alejandro Magno.

Seguimos adelante, manteniendo nuestros sueños, hasta que la adolescencia nos sorprendió mirando a la Venus de Milo o el Apolo de Fidias con ojos diferentes. De repente la desnudez no nos parecía heroica, sino vergonzosa.
Sacamos el Argos del agua y la nave ya no volvió a zarpar. Las islas del Egeo se borraron de las baldosas y el coloso de Rodas se cayó a causa de un terremoto llamado pubertad. Las imágenes del Partenón, de Afrodita, y hasta la de Aquiles montando a Quirón, fueron reemplazadas por fotos de dioses nuevos, de carne y hueso.
Nuestra infancia, esa especie de edad antigua propia, había quedado atrás.

Me asombra ahora, instalada en mi edad contemporánea y un extravagante neoclasicismo personal, descubrir cuánto de mi vida tiene origen en esa chica. Una chica altísima, flaca y desgarbada; que se pasó la infancia envuelta en una sábana, corriendo por un laberinto imaginario y pintando un planisferio donde Creta y Japón estaban a dos pasos de distancia.
Aún hoy sigo intentando comprender de qué forma las aguas del Egeo nutrieron las raíces de nuestra propia cultura, maravillándome de cómo, después de tantos siglos, aún pensamos, nos gobernamos, y divertimos como los griegos, usando un lenguaje que termina entre el alfa y el omega.

Los románticos como Otto Runge le pusieron punto final al clasicismo con su famosa frase “ya no somos griegos”. Puede que haya sido un pintor extraordinario, pero pocas veces en la vida me he cruzado con alguien que estuviera tan equivocado.

Bienvenidos a mi blog.
No hay publicaciones.
No hay publicaciones.